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Relatos: Blog2
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Jaime Llop

El revisor disfrutaba viajando en tren. El ruido que hacían las ruedas al pasar por las vías metálicas le relajaba; el traqueteo (traca, traca, traca…) marcaba para él la diferencia entre viajar en tren o hacerlo en cualquier otro medio de transporte.

—¡Tiques!... ¡Muéstrenme sus tiques!... —decía al entrar en cada vagón, mientras se reía para sus adentros.

Un señor calvo, delgado y con una corbata que no iba a juego con su traje mostró su pase. Acto seguido el revisor lo cogió, lo miró y lo rasgó por una esquina. El pasajero quedó muy extrañado, porque los revisores siempre validaban los tiques con un punzón. Se quedó observandolo mientras este se encaminaba hacia otro vagón.

Cuando se aburrió de validar billetes, el revisor decidió darse un pequeño descanso. Se sentó en un asiento libre y se puso a contemplar cómo anochecía y cómo, a medida que avanzaban, iban dejando atrás el paisaje. Sin apenas darse cuenta, se quedó dormido.

—¿Cuánto falta para llegar? —le preguntó una señora vestida de rojo.

—Dos horas —respondió nervioso, mientras miraba hacia todos los lados. Daba la sensación de que se lo había inventado y había dicho lo primero que le había pasado por la cabeza.

La mujer se sobresaltó cuando treinta minutos después el tren llegó a su destino.

El revisor se bajó del tren y se encaminó a su casa. Vio su reflejo en un escaparate y se detuvo a mirarse. Le sentaba muy bien el traje que había alquilado aquella misma mañana. Esperaba que le quedase igual de bien el disfraz que elegiría al día siguiente para embarcarse en una nueva, interesante y divertida aventura.

Por la mañana salió de casa para devolver el traje en la tienda habitual. La prefería a otras, porque tenía disfraces muy reales y conocía al dueño. Como no abrían hasta las once, decidió aprovechar el tiempo haciendo otros recados. A las diez menos cuarto pasó por delante de la tienda y le extrañó mucho verla abierta. Decidió entrar.

Quien le atendió no era el dueño. Es más, nunca le había visto, aunque su cara le resultara conocida.

—¡Bingo!... Sabía que no eras un revisor —le dijo complacido aquel hombre.

No conseguía recordar quién era aquel tipo. Observó el uniforme que llevaba puesto y entonces todo encajó: aquel hombre no trabajaba ahí. Además, olvía a llevar la corbata que no hacía juego con su traje.

El falso revisor no supo qué decir. Se sentía avergonzado. Era la primera vez que le pillaban. El falso vendedor habló para romper el incómodo silencio:

—Te propongo una cosa; como tenemos la misma afición por disfrazarnos, ¿qué te parece si formamos un equipo?

—¡Qué susto!... Pensaba que eras de la policía secreta —suspiró.

—Lo sé. Esto que hacemos es peligros. Quizá algún día me haga pasar por policí —le guiñó un ojo—. Bueno, ¿aceptas o no?

—Me caes bien. ¡Acepto!

Ambos estuvieron pensando en su primer golpe.

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