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Bosco Aranguren

Había una vez un hombre llamado Hassan. Vivía en la gran ciudad de Constantinopla, ciudad rica, colorada y de ricos aromas. Era un hombre humilde que se sentía mal pues nadie le aceptaba como era, nadie le quería, nadie le valoraba y no tenía amigos, excepto uno, Yusuf. Yusuf era una persona de confianza, siempre estaba hay, dispuesto a ayudar. Había acompañado a Hassan toda su vida, era como un hermano para el.

Una mañana mientras los dos discutían pacíficamente sobre la situación de Hassan, Yusuf se quitó un anillo y se lo dio a Hassan diciéndole:

-Véte al mercado y ofréceselo a los comerciantes, pero no aceptes menos de tres monedas de plata.

Hassan tomó el anillo. Brillaba como el sol sobre la aren y tenía una hermosa piedra roja como la sangre en el centro.

Esa mañana el mercado estaba abarrotado de gente. Habían venido mercaderes de todas las regiones, con sus productos y sus costumbres.

Primero se acercó a un hombre joven, parecía adinerado y ofrecía a los transeúntes perfumes venidos de oriente. Pero tras ofrecerle el anillo no quiso dar por el más que una moneda de plata.

Hassan aún con esperanzas siguió buscando hasta que dio con un hombre bastante gordo que traía alfombras persas. Nada más vio el anillo se interesó por él pero tras enterarse de su valor de tres monedas de plata se negó a comprarlo y llegó hasta la cifra de dos monedas de plata.

El día llegaba a su fin y Hassan tenía que darse prisa para encontrar un comprador. En el centro de la plaza halló a un famoso mercader. Traía perfumes, telas, sabrosas frutas, piezas de plata y hermosos retratos. Era un hombre adinerado y Hassan estaba seguro de que le ofrecería un buen precio por el anillo. Pero no fue así. En cuanto el mercader vio el anillo comenzó a reírse y a decir que no pagaría más de una moneda de bronce por semejante basura.

Desilusionado Hassan volvió a casa. En la puerta estaba Yusuf, esperándole. Cuando Hassan le contó todo lo sucedido Yusuf dijo inmutable:

-Mañana irás a la joyería y le ofrecerás el anillo.

Hassan se fue a la cama, no había sido un buen día, como todos, pero esta vez había defraudado a su amigo. A la mañana siguiente Hassan fue a la joyería y entregando el anillo preguntó al joyero:

-¿Cuánto estas dispuesto a ofrecerme por esta hermosa joya?

El joyero miró con ojo como platos la joya, la midió, la peso, la observó con un extraño cristal… tras unos minutos miro a Hassan y le dijo:

-Trescientas monedas de plata.

Hassan emocionado cogió el dinero en una bolsa de tela y fue corriendo a ver a su amigo. Este se encontraba otra vez esperándolo en su casa. Sin aliento, Hassan abrazó a su querido amigo y le enseñó el saco con la enorme suma de dinero que llevaba. Pero Yusuf no pareció sorprendido, más bien parecía como si ya supiese que el anillo fuese a costar tanto. Entonces dijo:

-Hassan, ofreciste el anillo a quien no sabía valorarlo y no vieron su valor. Se lo llevaste a quien sabía valorarlo y este vio su riqueza. Yo te digo no escuches a quienes no te valoran pues no saben valorar, escucha a quien te quiere pues es quien de verdad sabe valorar.




Erase una vez un hombre cualquiera, con un nombre cualquiera, en un momento cualquiera que llegó a una tierra nueva y se enamoró.

Se enamoró de sus mares fríos como el invierno, de sus playas y acantilados, capaces de robar la belleza a los dragones que en ocasiones vuelan sobre ellos. De macizos de roca donde montañeros pasan sus mañanas de domingo. De sus prados verdes bañados por la escarcha mañanera, súbditos de los bosques oscuros, cubiertos por espesos mantos perennes, hogar de bestias y seres mágicos de los que también se enamoró. Mari, Urtzi, Basajaun... Hermosas brujas con largas melenas doradas y pies de pato llamadas Lamias, un pastor con grandes manos sucias por el carbón al que llaman Olentzero quien con pipa en boca fue al portal de Belén a adorar al niño.

Se enamoró de una iglesia suspendida sobre el mar, mil escaleras la unían a tierra y un peñón la hundía en el agua. De dos montañas, marido y mujer, que separadas por una bahía cuidan de su pequeña hija. De ríos salados que suben y bajan en compás con el mar.

Se enamoró de una hermosa legua olvidada, perdida en el tiempo, más antigua aún que el latín. Una lengua de leyendas y cuentos, con sus mil variedades, sus reglas y sus misterios, una lengua que a escrito dramas, comedias y epopeyas.

Se enamoró de una cultura opuesta a la sublevación, a la opresión y a la derrota. Primero se enamoró de la historia de un viaje en busca de una tierra nueva, tras ello escuchó la historia del pueblo que sobrevivió la invasión musulmana y las cientas de historias de victorias y derrotas que vinieron después. Se enamoró de manera especial de un roble en un campo de cenizas, regado por el dolor de una guerra a la que no pertenecía. Un roble fuerte, testigo de juramentos y firmador de leyes. Se enamoró de una sociedad dividida que encontró su camino a la unión tras años de terror y peligro. Se enamoró de como una ciudad oxidada convirtió sus muelles en joyas gigantes de plata, de unos botes de colores en los que hombres forjados por el frío remaban con humildad y dolor pero sin cansancio ni miedo por la bandera de su pueblo, de gigantes que levantaban enormes rocas con sus manos y de otros gigantes que partían troncos con una gran ahínco.

Se enamoró de su gente honesta que jamás le dijo lo que quería escuchar sino la verdad. De su gente humilde, con sus pequeñas casas en los montes en las que daban techo tanto a familia como a ganado. De los marineros del este, los mineros del oeste y los agricultores del sur.

Se enamoró de una gastronomía mundial, hogar del buen pescado, cuna de los pintxos, de los más célebres cocineros y más ilustres recetas. Pimientos, quesos, pasteles, bacalao y anchoas, no solo viandas sino también bebidas, txakoli, kalimotxo, sidra, vinos y patxaran.

Érase una vez un hombre cualquiera, con un nombre cualquiera, en un momento cualquiera que llegó a pueblo Vasco y se enamoró de él.

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